domingo, 18 de febrero de 2007

Una postal de Ceuta

Por lo menos eran treinta chicos. Quién sabe si cincuenta, apenas nos fijamos mientras paseábamos con el coche de nuestra casera.
“Ésos son los que quieren saltar” nos dijo la vieja pianista al llegar a Ceuta. “¿Saltar la alambrada?”. No había nada al otro lado de la verja. Nada diferente. A uno de los lados se extendía la encantadora Ciudad Autónoma, al otro, su puerto. “Sí”, nos recordó “cada día vienen aquí para ver si pueden saltar y meterse debajo de algún coche”. Coches que los turistas cargan en el barco; un Transmediterranea que te traslada hacia la otra orilla. Algeciras.

La diferencia entre los que tenemos y los que no es atroz en esta localidad que no parece carecer de nada. Playa, montaña, deportes, universidad. Hasta gente recogiendo desperdicios de las papeleras públicas, donde a veces incluso hay botellas de agua de las que beber un sorbo de ilusión. Sobre estos contenedores está el paseo marítimo, y los caballas pasean sus tipazos y hacen footing. De los cero a los 99 años. Todo el mundo camina. Con velo o sin él.

Y en los kioscos de chicles los árabes esperan a una pareja de jovencitos. Es evidente que acaban de mudarse a este barrio; tal vez ni sean de los alrededores. Son europeos. Y cuando han dejado su ventanilla de caramelos, el señor de barba blanca y piel tostada corre tras ellos para obsequiarles con otro manjar. Para venderles la ciudad, la cultura y, de paso, su puesto de hojalata en el que tiene de todo. Eso se llama comercio.

Los europeos siguen de compras, ajenos a su tez blanca, a sus ojos dormidos, a su ignorancia de turista. Aquí todo el mundo duerme excepto el que no tuvo qué cenar y el que sabe que nada habrá sobre el tapete en el desayuno. A la salida de los centros comerciales, los indios esperan pacientes a los pudientes consumidores. Ellos se ofrecen como mula de carga de tanta bolsa y producto prefabricado a cambio de una propina. La voluntad. O nada. Todo depende del otro, del que compra. Del que siempre está al otro lado de la ventanilla de golosinas, del que vino de la otra orilla.

(la imagen es una vista desde el Monte Hacho, por muy murciana que parezca la palabra, está en Ceuta).

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